Comienza afirmando en primera persona «pertenezco a una minoría oprimida», «la minoría de los deístas, agnósticos, libres pensadores y otros ateos», y entonces hace un recorrido histórico desde sus orígenes hasta la actualidad. Al mismo tiempo, recuerda que Lacan predijo el renacimiento de lo religioso que se avecinaba de la mano del ascenso del saber científico: la complementariedad entre la ciencia y la religión en el discurso del amo moderno. «La ciencia se ocupa de lo real y la religión del sentido, cada uno en su campo.» Hoy cada uno de los tres monoteísmos «se desborda en una versión fundamentalista, es decir, policíaca», ante la cual el margen de libertad ganado por el ateísmo se reduce progresivamente. Subraya entonces cómo el arma absoluta que es el significante «blasfemia» solo es pertinente para quién se sitúa en una religión: «no hay blasfemador sin creyente».
Se remitirá luego a las numerosas voces que, tras el atentado a Charlie Hebdo, han señalado que «se las habían buscado, esos provocadores», poniendo espalda con espalda al asesino y a la víctima, volviendo condenable toda representación susceptible de transformar en síntoma los símbolos de los creyentes, de la mano de la idea de que no habría que despertar a los adeptos religiosos de su sueño absoluto. Brousse nos recuerda que un psicoanalista lacaniano conoce el origen y la función de esas ficciones con las que delira el parlêtre: el goce-sentido. Frente a esto, la enseñanza del último Lacan ofrece una nueva definición del ateísmo. Ni religioso, ni antirreligioso: «ser incauto de lo real».