El autor parte de una anécdota relatada por Lacan en el Seminario XI para ilustrar cómo, para el niño, «el significante no es solamente simbólico o pacificador, sino que está vivo, es decir que puede gozar de su vida de significante por sí solo y como tal alcanzar un goce fuera de sentido», goce «traumatizante para el niño porque le escapa en tanto que un otro significante no viene a darle significación». Así, Lacan subraya «los estragos de la palabra [...] cuando no se responde a su llamado». Y, a su vez, la escena en cuestión muestra cómo «el Otro enmarca la experiencia del niño a través de su mirada», «hasta ocupar allí la posición causal que hace que esta escena exista porque es vista.»
Lacadée nos advierte también cómo para Lacan el niño freudiano no es un inocente: «es culpable del goce que extrae usando el significante pero también abandonándose a su masoquismo primordial». Destaca a la vez el hecho de «la neurosis infantil no viene tanto del encuentro traumático con el Otro sino de lo real, del goce en juego en ese encuentro.»
Es que debido al lenguaje, se está siempre en la discordancia del malentendido. Por eso el niño «es un inmigrante en el país de la palabra, en el país donde el llamado puede no encontrar respuesta». Esto supone que «hay para el niño un agujero [trou] en el saber, no puede poner en palabras lo que vive ». Se trata de «una experiencia fuera de sentido, [...] un encuentro con un real que no puede asimilar. El niño lacaniano es pues un niño troumatizado.»